Cuando el ex presidiario iraquí Ibrahim
Awwad Ibrahim Ali al-Badri al-Samarrai, durante la jutba pronunciada desde el almimbar de la mezquita de Mosul el primer viernes de Ramadán del año 1435 de la Hégira (correspondiente al 12 de Julio del año 2014 d.C.) , se proclamó “Califa de los musulmanes” bajo el nombre de
Abu Bakr al-Bahgdadi, y anunció la
creación de un “Estado Islámico” entre los territorios de Siria e Irak, la soñada utopía del fundamentalismo islámico
contemporáneo, es decir, la creación de un Califato regido por una desquiciada interpretación
de la shari´a, parecía haberse cumplido de forma abrupta, saltándose los
tempos y la paulatina estrategia que la organización Al-Qa´ida, había
planteado durante décadas como necesaria para la consecución gradual del mismo
objetivo.
Y es que, pese a la insistencia
de los medios de comunicación en presentar al autoproclamado Estado Islámico o Daesh
(según su acrónimo peyorativo en lengua árabe) como un grupo terrorista particularmente
despiadado, con ideas y métodos medievales, lo cierto es que tanto
investigadores como periodistas sobre el terreno insisten en señalar que su prioridad es crear, en
efecto, un Estado asentado y efectivo,
aprovechándose del caos geopolítico reinante en Siria e Irak. Este objetivo se
manifiesta en el empeño puesto por sus cuadros dirigentes en habilitar una red
de servicios públicos básicos, recogida del zakat y administración del
gasto público, cuerpos de orden y represión (la famosa hisba),
atracción de nuevos y motivados residentes,
y en definitiva, estructuras propias de un Estado que pretende ser
eficiente y aspira a tener continuidad.
En este sentido, es conocida la
importancia que Daesh otorga a la dimensión estética y semiótica, clave en su
estrategia de atraer combatientes extranjeros, canalizada principalmente a través de su sofisticada productora Al Hayat Media Center. En este terreno, su empeño por
mostrar al mundo su solidez como Estado se traduce en la adopción de símbolos y
elementos definitorios de una comunidad política moderna, de entre los cuales
hay dos que son básicos y acompañan a cualquier Estado que se precie: una
bandera y un himno.
La bandera de Daesh, que ondea
en las calles de su capital, Raqqa, en los edificios públicos, durante las múltiples
batallas y en todos sus vídeos propagandísticos, consta de un fondo negro sobre
el que, con grafía arcaizante, aparece escrita en letras blancas la primera
parte de la shahada: “La ilaha il-la allah”(“No hay más dios que
Dios”) . Más abajo, y sobre un círculo blanco delicadamente irregular, se puede leer la segunda parte de
la profesión de fe del islam tal y como figuraba en el sello que, según ciertos hadices, el Profeta Muhammad empleó durante su vida: “Muhammad
Rasul Allah” (“Muhammad es mensajero de Dios”), en este caso invirtiendo el
orden de las palabras (Allah-Rasul-Muhammad), detalle en absoluto baladí
que no
está exento de polémica.
Lo paradójico de la adopción de
estos símbolos, junto a otros muchos elementos de la estrategia de implantación
de Daesh (emisión de carnets y pasaportes, censos, boletín
oficial) , es que, siendo el autoproclamado Califato un proto-Estado
que en principio reniega de las categorías políticas occidentales, basa su
legitimidad y legislación en la palabra de Dios plasmada en el Corán, despreciando y destruyendo las fronteras establecidas por
el colonialismo, lo cierto es que, en
tanto producto contemporáneo, asume una serie de características y concepciones
de la nación emanadas de la Modernidad que son, a día de hoy, ineludibles. El
hecho de que los proclamados “enemigos de Occidente” tengan que asumir estas
categorías semióticas de origen inequívocamente occidental, no muestra sino el
fuerte grado de penetración de la globalización de corte eurocéntrico en la
concepción moderna de las comunidades políticas de cualquier ámbito.
Sin embargo, si bien es cierto que Daesh asume estos símbolos políticos
nítidamente modernos, es necesario señalar que en cierto sentido también los
supera, generando una nueva dimensión semiótica. Su discontinuidad geográfica (distintos grupos
armados, desde
Nigeria a Indonesia, han jurado fidelidad al “Califa Ibrahim”), la
ruptura de las categorías formales de los viejos estados-nación, sumado al hecho
de que su comunidad política se funde principalmente sobre una suerte de ideología, y no sobre homogeneidad lingüística o étnica alguna, (en sus vídeos propagandísticos
se vanagloria claramente de su carácter interracial), junto a su
retórica fundamentalista, anti-nacionalista y anti-moderna parecerían por tanto cuestionar esta tesis y corroborar su cacareada inspiración medieval. No obstante, y desde mi punto de
vista, creo que estos elementos, lejos de obedecer a una concepción pre-moderna,
son precisamente síntomas reactivos propios de una nueva cultura política que surge plenamente en eso que se ha dado en llamar la posmodernidad.
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